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Inconvenientes de la talla L

 

 

Hipólito G. Navarro

Aparco mi coche al lado del Mercedes de ella, un poco más atrás del BMW de su padre, a la sombra enorme de la araucaria de la entrada. Como la puerta está abierta, entro sin llamar, sin ningún reparo porque he telefoneado media hora antes y sé que me están esperando. Al final del pasillo, detrás de la estatua romana, la gata pequeña duerme con un ojo abierto, amarillo. En el salón de las pinturas encuentro a dos criados limpiando, el del bigote y el que no habla, que no sé si es mudo o se lo hace; de todas formas ninguno de los dos me dirige la palabra ni la mirada, así que salgo por la terraza grande y paso directamente al jardín, donde toman limonada los que supongo algunos de sus amigos. Me acerco lentamente, sintiendo con placer la dureza suave del césped bajo mis pies, y cuando estoy al lado de ellos digo «hola», y digo hola como en otras ocasiones digo «buenas» o digo «¿qué tal?», pero siguen hablando entre ellos y bebiendo de las pajitas como si yo no hubiese llegado. Aprovecho entonces la ocasión para tomarles prestado un cigarrillo Marlboro de un paquete casi lleno que tienen al lado de los vasos. El mechero es uno de esos transparentes, rosa, desechable. Una vez encendido el cigarrillo y viendo que siguen con sus cosas, paquetes de acciones de no sé qué entidades, a mí, que esas conversaciones no me interesan y que no he venido yo a hablar de economía precisamente, se me ocurre que ella bien podría estar tomando un baño en la piscina, y que a lo mejor se le ha ocurrido bañarse desnuda, como el sábado anterior. Esta idea luminosa y la poca cuenta que me echan los de la limonada me dan el impulso necesario para continuar en silencio hasta el campo de tenis y bordear el sendero de cinamomos y acacias hasta la verja de atrás, justo desde donde oigo un chapoteo de aguas y risas, señal de que si ella está ahí no va a estar precisamente sola. Las posibilidades de su desnudez quedan reducidas entonces a un «top less» discretito sin más, de todas formas algo más que suficiente para acercarme yo en silencio por detrás de los setos de boj y averiguar finalmente que ninguna risa se corresponde con la de ella y que los bañistas me son en absoluto desconocidos. Todavía me entretengo en dar varias vueltas por entre los naranjos y los arces del lado del pozo, buscándola. Un hombre invisible parezco, pues nadie repara en mi presencia.

Cuando se me terminan ya el cigarrillo y las posibilidades de verla por el jardín no tengo otro remedio que volver en mí y entrar de nuevo en el chalé, donde ni encuentro a su padre ni a su madre ni a nadie para anunciar que he llegado, así que me meto directamente en la cocina y ahí estoy haciendo mis cosas durante casi dos horas sin que me moleste nadie. Dos horas esperando precisamente que ella entre y se ponga a hacerme preguntas, si es que el otro día le quedó algo por preguntar, cuestiones que por otra parte yo sé que le importan un comino y de donde, creo que ingenuamente, deduzco que le he gustado, que el chaparrón de consultas del sábado no fue más que una manera de coquetear y enamorarme y tenerme todo el fin de semana dándole vueltas a la pelota, imaginándome cosas. Desde luego, aventuras imaginarias con ella las tuve por docenas; cuesta tan poco imaginar. Por imaginar, hasta imaginé que alguna de esas aventurillas podría tomar cuerpo este lunes, pero resulta que este lunes no la veo por ningún lado, sólo encuentro gente desconocida por todas partes, gente que demuestra muy escaso interés por encontrarme a mí.

En fin; con ese gusanillo dándome bocados en los sesos salgo de la cocina, atravieso el salón comedor y me voy a llegar al cuarto de baño cuando, guiado por la gata, la única que ha notado mi presencia en la casa, mis ojos se clavan en una cuchilla de luz que sale por una rajita abierta en la puerta de su dormitorio. Mi torpeza no es que sea proverbial. Tiene días. Supongo que como medio mundo, tengo unos días más torpes que otros. En lugar de abrir simulando un error con las puertas, un extraño instinto de conservación me lleva primero a pegar la oreja. ¿Qué oigo entonces?: oigo ronquidos. No entran los ronquidos en mis devaneos, de ninguna de las maneras; ella no puede roncar, no debería roncar. Sin embargo, ésa es su habitación, sin lugar a dudas; ¿quizá su madre?, no, no, tampoco. Para coger un atajo suelo dar siempre un rodeo, así que decido volver al jardín y curiosear por la ventana.

Los de la limonada van ya por tres cuartos de jarra y bonos y deudas públicas al once o doce por ciento, macroeconomías que me ayudan a pasar inadvertido y colocarme junto a la ventana con una soltura ciertamente escandalosa. Miro sin ningún escrúpulo y la entreveo durmiendo desnuda junto a un hombre cuya cara queda oculta tras un ramo enorme de celindas en el jarrón de la mesita de luz. Sus manos grandes y las tijeras de podar en el bolsillo del pantalón tirado en el suelo lo explican todo. Entonces me da un poco de mareo, espero un minuto a recuperar una mueca digna y sin pensarlo dos veces me acerco al lugar de los porcentajes y los intereses sin retenciones y me sirvo una limonada, que ya no está muy fresca, desgraciadamente.

A medias recuperado, fumando un Marlboro, me voy al cuarto de baño y ahí me quedo haciendo mis cosas, un poco confundido, desilusionado, pero sin perder las esperanzas del todo. El lunes siempre ha sido un día gris; tal vez el martes… Más de una hora permanezco en el baño, hasta que decido dejarlo por imposible. Enseguida, al pasar junto a la puerta del dormitorio y comprobar que los ronquidos y las tijeras de podar siguen ahí, decido marcharme sin despedirme, y si le digo adiós a la gata es porque está en la puerta, que si no tampoco.

En el centro me encuentro con un atasco de esos de muerte, pero ya estoy metido hasta el cuello en él cuando recuerdo que los lunes, no sé por qué, esta ciudad se pone patas arriba, así que enciendo un Ducados y le echo más humo al asunto hasta llegar al barrio. Después de aparcar lo mejor que puedo estoy tan cansado que me voy a mi cuarto en la pensión sin acordarme de que tengo que llamar por teléfono a Celso.

Ya en plena siesta, en la cabina toda rodeada de sol, marco el número del taller un poquito antes de empezar a sudar. Puede comprobarse: lo primero que sale por los agujeritos al marcar ese número es la voz tontorrona de la secretaria: «Electricidad Atlántico, dígame»; yo le digo que me ponga con el jefe; «¿de parte de quién?»; empiezo a licuarme con los cuarenta y cinco grados, así que grito que soy yo, carajo, que si no me ha conocido. Entonces sale la voz de Celso, que no es que sea particularmente cínica, sino que a mí me suena así, y me pongo a explicarle todo el rollo: que he estado en el chalé terminando el trabajo, que en la cocina ya quedaron instalados los nuevos puntos de fuerza y el diferencial de trescientos ochenta, que está acabada; entonces Celso me pregunta por el cuarto de baño; le explico ya casi derretido que tan sólo queda el enchufe de la derecha, que no lo he podido terminar porque el cable de la caja de registro de arriba no llega, una tontería. Celso carraspea, piensa. La velocidad de maquinación de Celso no es tan buena como para que el aparato no se trague otra moneda. Cuando me pregunta si es sólo el enchufe lo que queda de toda la casa respondo que sí, y le voy a decir que no se preocupe, que vuelvo mañana con un cable más largo, cuando al imbécil se le ocurre decirme que no, que me vaya a la obra de la cafetería para lo del aire, y que de camino ya cobra él la factura directamente y que él pone el enchufe, total, eso ya no es trabajo, me dice, así de claro. Es su manera de hacerme trizas los planes. La última posibilidad de verla a ella y decidirme tirada por los suelos. Tendría que quejarme, pero no se me ocurre otra cosa que patalear en la cabina y decirle a Celso, por decir algo, que a ver cuándo se acuerdan de comprarme un mono de mi talla, que con éste que tengo, tres tallas más, parezco un payaso, pero Celso ya ha colgado.

Por la noche, cuando me acuesto en mi camastro hundido, decido firmemente soñar con ella y conmigo, los dos en la piscina, mientras el jardinero nos corta rosas y celindas para un ramo que colocarán después los de la limonada en nuestro dormitorio, soñar con ella tumbándose en la cama con la gata pequeña a sus pies mientras espera que yo despida a los criados, sobre todo al que no dice palabra; soñar con todo eso y más, que me repito y repito todo el tiempo hasta quedarme dormido, una técnica hasta ayer infalible; pues nada, cuando suena el despertador a las siete estoy hecho polvo después de luchar toda la noche con el enchufe y los malditos cables, que otra vez se han quedado cortos.

 

[De Los últimos percances. Booket/Seix Barral, 2017]
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